viernes, octubre 03, 2008

Una imagen imborrable



La boleada casi no sirve en La Laguna, por eso aquí convienen más los zapatos de gamuza o los tenis, no los de piel negros o los cafés que duran limpios una cuadra. Veo que mis choclos andan muy sucios, recuerdo que estoy en el DF y decido entonces, ahora sí, invertir en una boleada que no será infructuosa. El maestrín que me atiende en la calle Gante, un cuarentón de cabellera azteca amarrada con una liga para hacer una crin prieta azabache, me dice que allí está el periódico, un vespertino de la capital. No soy modoso, pero lo hojeo con asco doble: por lo manoseado que pueda estar el papel y por los materiales seguramente vomitivos que contiene. Llego a la página cinco y encuentro la nota de portada: los cadáveres de varios sujetos en Tijuana. La foto no requiere explicación: los cuerpos semidesnudos, echados al suelo de tierra como bultos de frijol, deformes como muñecos aventados al azar, sanguinolentos todos, obvian cualquier descripción. Es la inhumanidad entera, el salvajismo pleno, sin más. Muertos así, amarradas las manos a la espalda, con balazos en la nuca y algunos con las nalgas al aire es, ya en la sola foto, pavoroso. No se requiere mucha imaginación para reconstruir, con la literatura de cada quien, el momento de las ejecuciones, las maldiciones previas, los gemidos, los disparos finales, todo eso que está más allá de lo atroz. Pienso en esa foto y creo que tal es el límite al que puede llegar la carnicería que se cierne sobre México. Pero el periódico ultraexplícito que me acercó el bolero me tiene deparada una sorpresa. Una página adelante de los ejecutados en Tijuana los editores hicieron un breve recuento de las más recientes masacres nacionales: las de Yucatán y el Estado de México. Las fotos, aquí, hacen polvo mi provincianismo lopezvelardeano acostumbrado todavía al periodismo con límites. Las imágenes son más que perturbadoras: uno puede ver fotos de muertos, sí, de muertos arrojados a la muerte como quien arroja al piso un trapo viejo, pero ver seres humanos sin cabeza es algo que me deja mudo y que no le deseo a ningunos ojos. Doy vuelta a la hoja y paso a noticias más amables, como esa que explica la muerte en el DF de una teibolera checa a manos de su iracundo padrote.
Charlo con amigos en la capital y les describo mi encuentro con la foto. Uno de ellos comenta que eso antes no se veía. La conversación sigue su camino, debatimos un poco sobre los límites del periodismo, sobre la impertinencia de difundir esas imágenes que a un niño, por ejemplo, le podrían marcar al fuego un trauma irreversible. Yo me quedo pensando en la frase: “eso antes no se veía”. Me pregunto: ¿qué significa ese “antes”? ¿A qué etapa de nuestro pasado nos remite? ¿De qué prehistoria nacional estamos hablando? No digo nada, sólo trato de explicarme en medio de la turbación que el “antes” al que mi amigo se refiere no es un “antes” muy lejano, ni siquiera medianamente lejano. El “antes” al que se refiere es un “antes” que gozábamos todavía en 2005 o 2006, o quizá un poco más. Las masacres colectivas que incluyen decapitación, suma y espejo de la carencia más aterradora de escrúpulos humanos, todavía podemos remitirlas a pocos meses atrás, casi como si hubieran ocurrido ayer.
En dos años pasamos, por ello, de un “antes” a un “ahora” que parecen dividir dos eras geológicas, no dos coyunturas meramente humanas, historizables, si se pudiera decir así. Qué lejos nos parece ese “antes”, que remota nos parece en este momento la tranquilidad de las noticias que salpimentaban los periódicos con muertes y vandalismo, sí, pero no con esa orgía de sangre que ahora decora la imagen que nos pintamos de México y nos crea la sensación de derrota. Lo que me inquieta en este momento es saber cómo regresaremos al cercano, muy cercano “antes”, pues el “ahora” tiene trazas de ser irrespirable.