jueves, octubre 09, 2008

Parió la abuela



Pensábamos que con la violencia a todo trapo ya estábamos en el peor de los escenarios posibles, pero erramos. La actual crisis de los mercados financieros, el nerviosismo que ahora los domina y la dependencia que en general tenemos del mundo en el que se mueven los megacapitales hacen que la realidad inmediata anterior de México palidezca ante lo que se vislumbra. Dicho en filosofía ranchera, éramos muchos y parió la abuela. Oséase, a las jodideces que ya padecíamos ahora debemos sumar las amenazas no tan latentes, sino reales, de mayor desempleo, devaluación, menor cuantía de las remesas, escasez de alimentos y, obvio, incremento de los índices delictivos ya de por sí descomunales en nuestro atípico país.
Como cuarentón que soy, pasé la adolescencia y di mis primeros pasos como adulto en medio de crisis económicas diarias. No había “crisis” en sentido estricto, es decir, momentos de quiebre, pasajeras turbulencias, pues eso da la idea de que la crisis llegaba, hacía estragos y desaparecía. No. La Crisis, con mayúscula, que formó a mi generación (la nacida en los sesenta y formada entre los setenta/ochenta) era algo pegajoso, adherido al calendario de todos los días, las semanas y los meses de aquellas décadas. El lopezportillato y el delamadridato fueron un laboratorio de la zozobra colectiva: vivíamos todos los días con el Jesús en las tripas, sin saber a cuánto iban a amanecer el frijol y la tortilla esas mañanas. Era terrible, y hasta hoy valoro el heroísmo de mis padres, y de todos los padres asalariados de México, por los güevotes que le pusieron para apechugar doce años o más de aumentos, devaluaciones, recortes, ansiedad, angustia y desesperación en esos tiempos borrascosos. Pasé la prepa y la carrera, como casi todos los jóvenes, con una mano adelante y otra atrás. No dramatizo, pues todos los días eran días de reetiquetación en los negocios, todos los días le agregaban lastres a la canasta básica.
Por esas épocas comencé con el lujoso vicio de la bibliomanía. En mal momento se me ocurrió la necesidad de forjar una biblioteca personal bien nutrida, con muchos y buenos libros. Con gran dolor de mis intestinos, sacrificaba gorditas por nuevos libros, y me hice experto en cazar ofertas, en hallar mesas de saldos y en pescar colecciones populares de aquellas que añadían un tomo cada semana. Soltero, joven y algo pendejo (los dos primeros rasgos ya los perdí), me acostumbré a vivir en la Crisis como los esquimales se acostumbran al frío: hubo un momento en el que lo normal era llegar a la tienda y salir sin el producto deseado, pues ya costaba lo doble. La escena que recuerdo más de mi pasado estudiantil vivido en la mugrienta crisis de todos los días es aquella en la que una vez fui a cenar con tres amigos. Juntamos lo que traíamos, vimos que ajustaba para media orden de tacos por tatema y allá vamos; al llegar a la taquería, el nuevo precio sobreimpuesto en el menú nos hizo ver que la orden de tacos aumentó el 100%, es decir, con lo que antes comprábamos dos, ahora alcanzábamos una. Pero ya estábamos sentados, así que pedimos una orden y nos repartimos un taco per cápita. Fue tristemente maravilloso ver esos platos casi huérfanos, cada uno con un devaluado taco de suadero y la certeza de que ni modo, así era el país y así debíamos aprender a convivir con su falta de oportunidades y sus recurrentes golpazos a la economía de los trabajadores.
No recuerdo otro momento de inquietud luego del famoso “error de diciembre”, como lo llamó el periodismo del zedillato. Contenida, aplacada, puesta a raya la economía pero sin beneficiar en términos reales a la gente que más lo necesita, la situación del país cebó fabulosamente a los amos de México, mantuvo el atolito digital para la clase media engatuzada con el crédito y prohijó más pobres. Sólo era cuestión de tiempo para ver el retorno del fantasma.