miércoles, octubre 22, 2008

El infierno plus



Pesimismo más, pesimismo menos, el lector estará de acuerdo en que la sociedad que hemos construido no es precisamente hermosa. No reina entre nosotros, digamos, la armonía, el bienestar, la paz, el respeto, la libertad. En general, una hojeada a los periódicos deja en la conciencia de cualquiera, o casi de cualquiera, la sensación de que el espacio donde nos movemos, el nacional, el estatal y el local, son una monstruosidad irreparable. Pese a ello, vivimos, nos hacemos medio pendejos para no deprimirnos y toreamos los problemas como van saliendo, apechugando, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas, resignados a chapotear en el horror. Ni modo, no vivimos “casi en el paraíso”, como Luis Spota casi tituló una de sus chorrocientas mil novelas, sino “casi en el infierno”, por no decir que plenamente en él.
Si la cosa amorfa y cruel que es la sociedad, ésta donde usted y yo nos movemos, da la impresión de ser asfixiante y despiadada, ya podemos darnos, a partir de eso, una maldita idea de lo que son las cárceles nacidas en su seno. Nada nuevo afirmo si refriteo los dos o tres lugares comunes habitualmente citados para definirlas: universidades del crimen, nidos de malvivientes, condominios de la maldad. Las etiquetas quedan cortas, tanto que parecen elogiosas. Son más que eso: selvas donde la lucha por la supervivencia no considera en ningún momento el embuste de la rehabilitación, infiernos construidos para encerrar y castigar sin la menor consideración por la dignidad humana. Habrá algunas donde la tensión provocada por el hacinamiento y la violencia no llegue al extremo, pero en su mayoría nuestros penales sólo encierran, ocultan, obstruyen la salida de los sentenciados, sin reparar jamás, ni de broma, en su proceso de reincorporación a la sociedad.
El resultado ya se ve: casi con la misma frecuencia con la que se dan las grandes ejecuciones, nuestras cárceles son noticia de alarido. Tijuana y Reynosa, en los días recientes, marcan un hito en el comportamiento de los internos y las autoridades penitenciarias. Ya no son motincitos con heridos por pedrada o macanazo, sino verdaderas carnicerías en las que el campo de batalla queda tapizado de cadáveres. Las luchas por el poder para el control de la droga en el interior, lo que involucra tanto a presos como a autoridades, suele ser el detonante principal, pero hay otro no menos importante: las cárceles mexicanas son inhabitables porque han rebasado por cientos, y en ciertos casos hasta por miles, su capacidad de almacenamiento humano. Los penales truenan de reos, y cada vez el amontonamiento llega a cotas que con facilidad generan luchas darwinianas en las que se disputa todo: desde la compra-venta de estupefacientes hasta el control de celdas, la comida, las camas, el agua, el aire, todo. En climas así de tensionados el estrés cala tan hondo que sólo hacen falta leves chispas para que estallen motines bárbaros, apocalípticos, como el reciente de Reynosa.
El Estado mexicano, ya de por sí inepto en el maneja de su sistema penitenciario, fue tomado por sorpresa: ante la avalancha del crimen en todos sus niveles y en todas sus modalidades, producto a su vez y en gran parte de la degradación económica y social que padece el país, cosecha a diario, por toneladas, candidatos a pasar lapsos breves, medios y largos a la sombra. Como se encuentran en este momento, las cárceles del país, todas, albergan un número mayor de presos al que pueden contener con cierto decoro. Ese, sin embargo, no es el problema, sino que todo anuncia más y más, a pasto, inquilinos para los Ceresos nacionales, lo que hace avizorar una muy recurrente información sobre motines cavernarios. El futuro de las cárceles mexicanas es el infierno, el infierno plus, porque el actual, definido como infierno a secas, ya parece poco.