domingo, septiembre 14, 2008

Un suizo frente al Nazas







Como única experiencia de ese tipo en mi vida, hace 17 años recibí en Torreón a un visitante europeo. Calculo que tenía tres o cuatro años menos que yo, o sea que aquel tipo debía frisar si mucho los 25 años. Era suizo, se podía dar a entender en seis idiomas (inglés, alemán, italiano, francés, español y algún dialecto usado en el norte de su país), andaba en México un poco a la aventura y mostraba en todo momento una serenidad y una educación a prueba de cualquier barbarie. Se llamaba, se llama, no sé, Kurt Von Deniken, y antes de llegar a La Laguna vivió unos días en Oaxaca, donde conoció y tuvo trato con Gilberto Prado, que por entonces vivía allá, recién casado. Kurt le comentó a Gilberto que también deseaba conocer el norte de México, y mi cuate lagunero pensó en la posibilidad de que yo recibiera al joven suizo. Era la época preinternética, así que Gilberto me llamó, estuve de acuerdo, y pocos días después recibí al visitante. Iba a estar aquí unos quince días, así que para mí fue un desafío: ¿cómo entretener a ese europeo durante tanto tiempo en La Laguna? ¿Qué demonios mostrarle? ¿A dónde llevarlo? Ante la pobreza de las posibilidades, decidí por la salida más sensata: moverlo exactamente por donde yo me movía, no alterar ni un ápice mi rutina.
Gracias a eso, el joven Kurt desayunaba y comía en mi casa; mi mamá se esmeró en tenerle siempre algo decoroso, aunque el suizo no parecía exigente y aceptaba cualquier alimento con muy buena actitud. Era, sin duda, un tipo predispuesto al cosmopolitismo. Cuando noté que no le desagradaba nada, agarré confianza y comencé a moverlo por donde me movía en aquellos años gloriosos de mi juventud ya ida: los cafés, los restaurantitos, las librerías, las cantinas del centro de Torreón. Todavía me apersonaba una que otra lejana vez en el Apolo Palacio, y allí estuvimos Kurt, Gerardo García y yo, muy conversadores luego de haber comprado libros; todavía existía Los Globos, al lado del Teatro Nazas, donde ingerí cientos de litros de café. En Torreón, Kurt comió menudo, gorditas, semillas (cuya técnica de pelado dominamos sin darnos cuenta; sólo advertimos la impericia cuando vemos a un fuereño tratar de abrir una semilla sin la habilidad de dedos, dientes y lengua que adquirimos gracias a tantos paquetes consumidos en el fut, el beis y la lucha) y se empujó cacahuates y botana en bares como el Elvira aún en sus buenos tiempos. Recuerdo que allí ocurrió un hecho inolvidable: Kurt y yo bebíamos y charlábamos; su español, sin ser una maravilla, servía para entablar diálogos que estaban un poco más allá de la elementalidad (de hecho, él andaba en México, en parte, para mejorar su castellano, de allí que no permitiera que yo le hablara en alemán o en francés). Como pasa en las cantinas del centro, ante los parroquianos desfila una legión de comerciantes hormiga: frituras, burritos, herramienta china, discos compactos (en aquel tiempo casets), baratijas. Por sistema, a todos los que ofrecían yo les expresaba una negativa como se hace en esos casos, con un moviendo leve de cabeza y sin interrumpir la conversación. Kurt vio ese desfile sin alterarse, pero le llamó la atención el ofrecimiento del bolero. ¿Qué vende ese señor?, me preguntó. Nada, lustra, limpia los zapatos. ¿Los zapatos? Sí, los zapatos. El suizo miró los suyos, vio que estaban muy sucios y antes de que dijera algo más, le grité al bolero, quien vino de inmediato. Le pedí que boleara a mi amigo. Kurt sesgó su silla, y sin dejar de conversar conmigo, veía con asombro el servicio a la carta del lustrabotas ambulante. Tienes que cambiar de zapato cuando te dé un golpecito, le dije a Kurt; eso lo hace para no interrumpirte mientras platicas. Cuando al fin salimos del Elvira, fuimos a los tacos de La Joya, y Kurt, ya con ciertas chelas en el alma, liquidó un par de órdenes de suadero con Toño y Lupe, casi para demostrarme que un suizo podía sobrevivir como si nada en La Laguna.
La estancia de Kurt coincidió con la visita que a principios de los noventa nos hizo el río Nazas. En vez de llevarlo al cauce seco, pude acercarlo al padre/madre originadores de la comarca, que en aquel año, recuerdo, me pareció espléndido, fotografiable, hasta limpio. No sé si eso lo pienso ahora porque sólo había visto el río en viejas postales, tanto que la emoción ayuda a idealizarlo.
Kurt ya nunca vino a La Laguna, y yo nunca le caí en Suiza, pero ha vuelto el río que ahora me permite escribir sobre ese europeo al que guié por nuestra región. En aquel momento le expliqué a Kurt, con mi insegura información hidráulica e histórica, que La Laguna se debía a esas aguas, que ese río vale como útero de la sociedad que aquí hemos construido. Le dije que las presas lo habían desecado, le hablé sobre los mantos acuíferos, sobre el arsénico, sobre el algodón y la industria lechera, sobre las escasas lluvias que aquí nos caen al año. Kurt se interesaba en todo eso con gentil atención. Es muy bonito, ¿pero por qué está un poco sucio? ¿Qué la gente no lo quiere?, me preguntó. Se supone que sí, y mucho, le respondí. La gente hace fiesta cuando pasa el río, pero cuando se va su cauce es usado como basurero. Es algo que yo tampoco entiendo.
En los días recientes he ido a ver, como tantos, el río que engendró a La Laguna. Como tantos, lo quiero y me emociona sentirlo vivo otra vez; pero lamento, como Monsi en su cartón de ayer, la basura que lo insulta, esa muestra de la barbarie que en general mostramos al desprendernos de nuestras inmundicias. Esta vez me pareció mucho más sucio, o quizá ya lo miro con otros ojos. Pienso que esta vez no me hubiera atrevido a llevar a Kurt. Da pena saber que somos así: tan descuidados, tan sucios, tan poco justos con el medio que nos arropa y nos da vida.
Nota del editor: Las tres fotos son mías. La primera es, creo, la más elocuente, la que muestra mejor nuestra barbarie.