domingo, septiembre 28, 2008

Endenantes



La época de oro del cine mexicano —la primera, no la segunda ni la tercera ni la cuarta ni las que en el porvenir inventarán los publicistas— nos recetó una sobredosis de México rural en la que todos los personajes, cabizbajos, quitados los sombreros frente a la autoridad, hablaban un español que acaso sólo existió en la imaginación de los guionistas. Decían “mesmamente, patruncitu”, “ansina meru”, “cuando háiganos llegado”, etcétera. De toda esa fauna de especímenes lingüísticos siempre me ha gustado “endenantes”. Me agrada tanto que pienso, si dios me presta vida y licencia (digo esto para estar a tono con el cine campirano), escribir algo con esa palabreja como título, casi como le hace el poeta Gerardo Deniz cuando nombra libros como Adrede, Gatuperio, Letritus. Imagino pues que Endenantes, a secas, es un bello título quizá para unas memorias, aunque en ese caso el encabezado sea lo único atractivo en las aburridas memorias que yo podría contar.
Habilito ya, en esta Ruta Norte, esa tentativa de título. Lo hago porque quiero aprovechar este pedazo de periódico para agradecer la gentileza que los directivos de La Opinión tuvieron con este amigo suyo al incluirlo en su revista de aniversario 91. Es una distinción que no merezco, pero que saludo con rubor y gratitud. Allí, por cierto, citan algunas palabras en las que ilumino con un flashazo mi pasado. Se me ocurre, entonces, que aquella alusión sobre la edad de mi inocencia puede servir ahora para reciclar un textito que hará siete años me pidió Gerardo Hernández con el fin de publicarlo en Espacio 4. Yo lo tenía archivado por allí, y ahora lo desenfundo aquí para mostrar cómo en provincia se cuece un escritor, a trompicones y con las uñas, con la pura bendición. Su título es “¿Por qué me hice escritor?” [esa pregunta la formuló Espacio 4, y pidieron que la respondieran varios escritores de Coahuila]; va:
“En mi caso la pregunta podría ser enunciada como lamento: ‘Caray, ¿por qué me hice escritor?’. En el misceláneo reino de las posibilidades pude elegir cualquier otra profesión, pero escogí la literatura sin darme cuenta y ahora ya estoy hundido en ella hasta las orejas, casi como el gángster en la cosa nostra: sin poder huir a menos que prefiera la inmediata muerte.
De mocoso no soñé con ser bombero, pero sí se me atravesó por la cabezota hueca la idea de ser futbolista. Sin presunción —tengo varios amigos que darían testimonio a mi favor— puedo afirmar que no era tan deplorable mi desempeño en los campos de futbol llanero y solitario. Durante una época breve fui tal vez el mejor medio creativo de la penitenciaría donde estudié mi secundaria y además siempre me destaqué por jugar con garra y talento las cascaritas en el barrio. En una de esas picas, un chavo que alineaba en las reservas del Santos Laguna —estoy hablando de 1983 u 84— me vio jugar y me recomendó que fuera a probar suerte con las fuerzas básicas de los nacientes albiverdes. La idea me emocionó, pero de sólo imaginar a la prensa desmenuzando cada una de mis jugadas, preferí continuar en el amateurismo y en la mediocridad.
También —entre los cinco y los diez años— quise ser luchador, de preferencia con máscara y del bando de los científicos. Admiraba a Santo, pero más a Blue Demon, el famoso Manotas al que vi pelear en la Plaza de Toros Torreón allá por el 73, aproximadamente. La idea de ser luchador se diluyó cuando en el barrio unos amigos y su servidor improvisamos un ring para luchar. Me tocó encarar a un mocetón prieto y gordo, invencible el güey. El pequeño gorila me aplicó una quebradora salvaje que todavía recuerdo y que me dejó torcido del cuello una semana. Allí terminó mi ilusión de fatigar los encordados de la república.
No conocí a don Seferino, mi abuelo paterno, pero papá me dijo que había sido carpintero de los meros buenos. Gracias a esa información, en la adolescencia también anhelé abrazar el oficio de Pepe el Toro. No lo hice, pero muchos años después, en 1999, un amigo carpintero me brindó en su taller los secretos básicos del negocio y así pude construir, con torpeza inevitable, algunos muebles de mi casa. Tarde me di cuenta de que había llegado con excesiva demora a la carpintería, pero no dejo de sentir orgullo ante las maltrechas mesas que trabajé con estas manos.
Al final de mi preparatoria (1982) México salía del turbio sexenio lopezportillista e ingresaba al no menos accidentado de De la Madrid. La palabra crisis empezó a escucharse recio. La devaluación fue nuestro pan de cada noche y por una coincidencia yo estrené mi depresión emocional. Ya leía revistas, muchos periódicos, pero no tantos libros. Allí fue cuando comencé a balbucear algunos mecanuscritos en mi Letera Olivetti; escribí desahogos, textos de mero autoconsumo fabricados más por la tristeza que por el talento. Entré a la carrera de comunicación por eso: porque me gustaba leer y quería aprender a escribir sin tanto gimoteo. Recuerdo que sólo se lo confesé a mi madre: ‘Ma, quiero ser escritor’, le dije a los 18 años. Ella me miró entre sorprendida y tierna, como siempre. Unos meses después descubrí a Saúl Rosales, mi maestro de literatura, mi primer mánager; y luego a Gilberto Prado, también amigo y joven sabio hasta la fecha. El mundo cambió y desde entonces no ha pasado día sin que quiera ser (“ahi nomás, pinchemente”, como diría el Jamaicón Villegas) escritor.
En septiembre del 84, hace casi veinte años [ahora casi 25], publiqué por primera vez un texto presuntamente literario. Ese desaguisado ocurrió en La Opinión Cultural y se lo debo todavía a la generosidad de Saúl Rosales, quien desde entonces no ha dejado de apoyarme.
Termino con una confesión vestida de amenaza: la literatura me ha dado mucho, demasiado como lector; como escritor, en cambio, casi nada. Pese a ello, y aunque quise ser luchador-futbolista-carpintero, la literatura (y el periodismo cultural, su apéndice) es lo mejor que me pudo haber ocurrido aunque a veces lo lamente. Sí, es lo mejor”.