sábado, junio 21, 2008

El olor de la reacción



En materia de participación política sólo hay de una sopa: o se participa en política o se participa en política. De ahí que se diga con frecuencia que la abstención es una forma nada pasiva de participación: con el no hacer se hace, se ratifica un statu quo. En tiempos electorales, cuando la gente vive con los sentidos más alerta en virtud del bombardeo propagandístico, muchos afirman, por ejemplo, que no votarán, pues hacerlo sería apoyar causas indefendibles. Así, la acción de la inacción apoya con toda contundencia personal la causa indefendible equis o zeta. Por ello, nada mejor para los que ahora tienen la sartén asida por el mango: pudrirse cada vez más, desalentar la participación de la gente y seguir, de esa manera, pudriéndose cada vez más.
Al husmear en el Ortiba, página argentina, hallo un artículo de Orlando Barone que aclara esta situación en pocas líneas. Su título es “El auge del ciudadano ‘apolítico’”, y se relaciona con el actual problema que se vive allá con los productores del campo. Basta cambiar algunas palabras para que la explicación embone con muchos “apolíticos” mexicanos: “El ciudadano apolítico es político y todavía más que el político. Pero no lo reconoce, o lo que es peor: no lo sabe. Se aparta de cualquier filiación partidaria agitando la bandera Argentina. Aún votando lo hace a disgusto y enseguida que vota se arrepiente. Si por él fuera el voto sería calificado. Y él se incluiría como votante. Habla con desprecio de los políticos; y aún más de quienes están en funciones públicas. Y proclama que ningún gobierno le dio nada y que es más lo que le quitan. Es proclive a creer en cualquier dicho o rumor que descalifique a un gobernante o lo acuse de corrupto. El ciudadano apolítico repite frases como que ‘los que no trabajan es porque no quieren’, ‘Los sindicalistas son una manga de ladrones’ o ‘Aquí lo que hace falta es disciplina’. Extraña el orden de las dictaduras. Y no entiende que haya que esclarecer tragedias del pasado. El ciudadano apolítico se horroriza más por la inseguridad que por el origen social que la provoca.
Se aterra más ante un delincuente morocho que ante uno rubio. Aún siendo él morocho. Podría aplaudir un linchamiento sin juez, solo por sospechar del ajusticiado. Reniega de los fallos que no condenen a cadena perpetua y desprecia a los abogados defensores. Le atraen los líderes episódicos que enfrentan al poder público con rigor cívico; así como los líderes populares le parecen ramplones.
Cree en Dios, pero descree de quienes creen en otros dioses, o no creen. Pregona no tener prejuicios contra nadie salvo contra los que se los merecen. Piensa que hay demasiada inmigración que no es la apropiada. Considera también inapropiados a los homosexuales, travestis y prostitutas. Sólo sale a la calle cíclicamente por arrebatos que él llama espontáneos, aunque se autoconvoque con intención por cadena de Internet o por teléfono. Nunca esos arrebatos expresan demandas laborales y nunca coinciden con los trabajadores. Siente placer en demostrar descontento público. Y que esa demostración luzca diferente a las otras marchas de gente heterogénea y desordenada a la que traen de cualquier parte. Por eso protesta por el barrio; para que al lado suyo estén otros como él: no distintos. Cree no estar ideologizado: no comprende que su apoliticismo es ya una ideología. Solo sabe quienes son los enemigos: llevan la marca en el orillo: siempre hablan de la desigualdad y la pobreza. Está seguro que el país sería mejor sin políticos, sin vagos, sin delincuentes, y sin razas indeseables. Pero no explica cómo lo conseguiría y quien estaría a cargo del diseño. Acaso imagina un gran gerente nórdico, y un gabinete de técnicos impolutos que gobernaran con un barbijo. El ciudadano apolítico presume estar en una posición neutra en el centro perfecto. Pero está a la derecha”.