martes, septiembre 25, 2007

A ras de suelo



Desde hace veinte años he tenido el privilegio de trabajar con jóvenes escritores en talleres literarios. Además de lo obvio (autores, estilos, preceptivas), los aspirantes a escritores me preguntan sobre lo que recomiendo para trabajar con más verdad, con mejores argumentos. Les respondo lo que tengo más a la mano: muchachos, hay que vivir a ras de suelo, hay que oír a la gente, hay que caminar por la ciudad, hay que oler la vida en corto, hay que sentir lo más que se pueda los problemas del ser humano, hay que decirle sí a la experiencia de los mercados, de las cantinas, de las tribunas populares, de las plazas públicas. Allí late el corazón del país, no en los campos del club campestre ni en los pasillos de palacio.
Lo que recomiendo, pues, lo vivo o al menos trato de vivirlo. Presento libros, voy a conciertos, asisto de vez en cuando y siempre con escepticismo a ritos sociales de la respingada elite, lo cual también es una experiencia valiosa para la literatura y el periodismo, pero en mi vida cotidiana comparto las pequeñas y grandes andanzas del hombre común: camino y observo mucho, voy a comprar leche y pan todos los días, sé cuánto cuestan las tortillas y el huevo porque los pago directamente en la miscelánea, me preocupa lo que cobran de pasaje en los camiones y los taxis porque afortunadamente y con literario dolo todavía los uso.
Por esa vida a ras de suelo, por ese enfrentamiento cuerpo a cuerpo y cara a cara con la complicada vida cotidiana me entristece la avalancha de aumentos que golpeará, otra vez, el rostro de los trabajadores mexicanos. Una vez más, el afilado pedernal de los aumentos será encajado en el pecho de los que menos tienen, y a sufrir de nuevo para buscar ingresos extras o para echarle más agua a los ya de por sí ralos frijoles.
Mientras tanto, los mandones del gobierno federal y los legisladores, que por cierto no padecen esos lastres, se arrojan la bolita unos a otros para no pagar el “costo político” (lo único que en realidad están acostumbrados a pagar, y eso de vez en cuando) de las medidas “dolorosas pero necesarias”. Si ya, como escribió Saúl Rosales hace poco, era imposible que con cincuenta pesos o poco más, el mínimo, alcanzara para pagar la supervivencia miserable de un solo ser humano, con la escalada de incrementos a los precios de la gasolina, del gas que nunca deja de subir, del transporte, del pan, de la tortilla, del huevo y de todo lo indispensable, será todavía más imposible lo que ya era imposible, si se puede decir esa barbaridad: mantener a una familia en condiciones adecuadas para formar hombres íntegros. No para mal alimentarlos, sino para hacerlos viables candidatos a ciudadanos cabales.
Porque la pregunta es ésa: con el salario mínimo actual, ¿es posible que un mexicano coma, se eduque, resida, vista y se cultive dignamente? ¿De qué sirven las “manos limpias” de Calderón si su accionar en menos de un año ya elevó un 35% los precios de la canasta básica? Lo que es no vivir a ras de suelo. Pa’bajo no saben mirar ni para pulir su demagogia.