sábado, julio 07, 2007

Bardini

Trabé contacto hace poco, sólo para felicitarlo por sus artículos, con el periodista argentino Roberto Bardini, quien colabora cada semana en la sección internacional de Milenio Diario. Como me ocurre con frecuencia, esperaba a lo mucho una breve respuesta de agradecimiento, pero lo que él me devolvió fue una carta larga y efusiva en la que celebraba mi correspondencia y el hecho de que yo también fuera cuate de su editora, la periodista argentina Irene Selser.
Mi admiración por Bardini se dio primero gracias a su columna; la leo gracias a La Opinión Milenio, el único diario que recibo en soporte de papel. Más adelante, mi admiración se convirtió en respeto y afecto unilaterales, pues un periodista de tal calibre no es de los que se dan en maceta. Reproduzco aquí uno de sus textos para Bambú Press (http://bambupress.wordpress.com/), macizo ejemplo de escritura que rebasa los linderos del periodismo para instalarse en la memoria personal opuesta a la barbarie de nuestra civilización.

Un mundo inmundo

Roberto Bardini

“Pido una disculpa a los cinco o seis lectores de esta columna por escribir en primera persona y dejar de lado las reglas del periodismo ‘políticamente correcto’, pero a veces la indignación impide encontrar las palabras justas y uno siente más ganas de destrozar el teclado de la computadora en la pétrea cabeza —preservada al vacío total— del presidente George W. Bush y de sus cómplices que de hacer buena letra para ganar un improbable premio Pulitzer”. Así comienza el primer párrafo de mi columna del jueves 21 de junio en el diario mexicano Milenio.
Media hora antes había visto las fotografías de 24 niños que fueron hallados por una patrulla militar estadounidense en un orfanato estatal de Bagdad: están desnudos y tirados en el suelo, acostados sobre su propia viscosa mierda y llenos de moscas. Tienen las costillas al aire como pequeños cadáveres en un campo de concentración destinado a “limpieza étnica”, los cuerpitos a punto de quebrarse como una rama seca al sol. Están vivos y sufriendo. Las fotos primero me descalabraron algo que debe ser el alma; después me generaron un odio en aumento.
En esa media hora en la que no podía pensar nada más que en golpear a alguien, rehice ese párrafo inicial media docena de veces, porque mi editora en Milenio me había pedido telefónicamente que escribiera mi columna sobre esos niños atormentados. Así que después de un rato de intentar redactar algo que tuviera un mínimo sentido, la llamé por teléfono al periódico y le solicité que me permitiera dejar de lado el estilo “objetivo e impersonal” porque por ese camino no iba a llegar a ningún lado en las tres o cuatro horas que faltaban para cerrar la edición.
Las agencias de noticias informaban que los menores, entre los tres y los 15 años, fueron encontrados desnudos en una habitación a oscuras sin ventanas. Muchos estaban atados a sus camas, demasiado débiles como para ponerse de pie.
Los soldados entraron a la limpia, cómoda y lujosa oficina del director del orfanato, que se había fugado. En la cocina descubrieron a tres empleados preparándose comida. En un depósito encontraron cajas de alimentos sin abrir y de ropa sin usar, que seguramente iban a ser vendidas en el mercado negro. Ni siquiera en los tiempos de Saddam Hussein el espanto provocaba tanta náusea.
El descarado representante de la Unesco en Irak —que, según la página en internet de ese organismo, gana 109 mil dólares anuales exentos de impuestos, más subsidios y gastos de representación— declaró que “algunos” huérfanos no están al cuidado de nadie. Y como ya es cínicamente habitual en estos casos, “instó al gobierno iraquí a elaborar un plan de acción para albergar a los niños sin techo”.
Creo que los “niños sin techo” no figuran entre las preocupaciones del presidente Jalal Talabani y el primer ministro Nuri Al Maliki, un par de títeres a los que algún día alguien les pasará la factura y los hará volar por el aire como fragmentos de espantapájaros. Si no pueden administrar un orfanato mucho menos pueden gobernar un país considerado el segundo más peligroso del mundo después de Sudán. Así que deberán cuidar sus traseros, porque el fatalismo árabe es paciente, implacable y sin misericordia.
Y como al quinto párrafo ya percibía la inutilidad de mi columna, que no conmoverá a ningún parásito funcionario de organismos internacionales, ni a representantes de organizaciones de derechos humanos, ni a vividores de las ONGs, y quería tomarme un whisky doble a pesar de que eran las tres de la tarde, preferí cerrar mi columna con una frase de Rodolfo Walsh en su cuento “Irlandeses detrás de un gato”, que describe mejor que yo lo que sentí ese jueves con imágenes de cuerpitos desnutridos y miradas desgarradoras, como escenas de un incómodo holocausto que nunca será transformado en película de Hollywood:
“La pelea estaba ahora adentro de él. Sentía su propio olor, acre, humeante, inhumano, como el que deja un rayo al golpear la tierra, y un deseo casi intolerable de matar que le inundaba el cerebro y lo dejaba a merced de oscuras corrientes que fluían insensatas por su cuerpo, nadando en esa poderosa corriente de odio”.
Así que después de enviar la columna al diario y tragarme el whisky doble, pensé que era una suerte vivir en la ciudad de México y no en Washington, donde a esta hora seguramente estaría detenido por alterar el orden público frente a la Casa Blanca como un energúmeno y no como un periodista “objetivo” aspirante al premio Pulitzer.