jueves, mayo 03, 2007

Para Nomádica número 30

Mi colaboración para Nomádica 30:

Uno y sus acciones

Jaime Muñoz Vargas

Cuántas veces hemos oído que “uno es lo que come”. También es reiterada la frase “uno es lo que dice” o “uno es lo que piensa”. De toda esa variedad de enunciados que sin duda andan por el mismo rumbo semántico, el que más me interesa, por el compromiso social que implica, es el siguiente: “uno es lo que hace”. Me interesa, digo, porque cada quien su comida, cada quien sus dichos y cada quien sus pensamientos, no así cada quien sus acciones, dado que todo lo que hacemos hacia afuera de nosotros afecta a los demás, modifica para bien o para mal el entorno en el que nos movemos.
Tanto y tamaño choro sólo para hacer preámbulo a una acción minúscula que bien puede ser narrada como cuento. Todos los días, o al menos seis de la semana, un hombre como de 55 años pasa por la acera de mi casa (que no es particular, sino pública, como todas o casi todas las aceras de toda la ciudad). El hombre, a quien llamaré “Señor X”, tarda aproximadamente de cinco a siete segundos en pasar esos diez metros de ancho, lo que mide el frente de mi humilde aposento. El sujeto (bajo de estatura, flaco, moreno, de pelo entrecano y correoso, sin panza) parece siempre aseado, usa jeans, camisa vaquera clara y botas con imprescindible “tacón cubano”. No dudo que sea, a su modo, un obseso de su facha, pues difícilmente se le ve desfajado o pringoso. Por lo que puedo inferir, no tiene coche.
Me he detenido en todos esos detalles no por adornos literarios, sino por la acción que, sistemática, religiosa, tercamente ejecuta ese sujeto mientras pasa por mi acera: tirar una “carterita” (así les llama mi mamá) vacía de aspirinas; no una carterita entera, sino recortada, en la que caben (o cupieron) dos pastillas. En su mano el tipo ase, también eternamente, una Coca-Cola “de 600” en envase de plástico. El líquido de esa botella lo usa para, mientras camina, empujarse las dos aspirinas y mitigar un dolor de cabeza o qué se yo.
Como no tengo servidumbre, suelo hacer un poco de aseo a la calle cada dos o tres días. En ese trance encuentro de todo, como todos en esta comarca adicta a tirar mugre: bolsas de frituras, latas, periódicos, publicidad (que desecho sin abrir) de Promosobre y compañías afines, palitos de paleta, celofanes de dulces, escoria miscelánea. Lo que nunca falla, lo que siempre me espera a la hora de limpiar un poco, son las carteritas recortadas del Señor X. Siempre, como si fuera una maldición egipcia, el sujeto deja su pequeña inmundicia en mi insignificante tramo de jardín exterior, y en los cinco años que llevo de habitar la casa de la que hablo, y si la aritmética no engaña, es posible que yo haya recogido poco más de mil carteritas arrojadas al suelo, a “mi” suelo, por el Señor X.
He comentado el asunto a mis cuates, y es obvio que la risa es lo primero que genera una historia como la que acabo de contar. ¿Por qué no le dices nada al tipo?, me han respondido algunos. ¿Y qué le puedo decir?, les contesto. No es mi estilo andar aconsejando callejeramente a la humanidad y ya imagino el lío que se puede armar por una minucia, dado que al Señor X sólo le podría demostrar la comisión de un microdelito: tirar un pequeño residuo el día que lo sorprenda y me anime a reconvenirlo, pues si le digo que lleva a cabo esa acción todos los días, él tranquilamente podrá hacerse el desentendido.
¿Qué mal le puede hacer al mundo un hombre que tira una carterita de aspirinas recortada en dos? Comentan otros. Sí, un pequeño contendor de plástico no le hace nada al mundo; más, no le hace nada a mi jardín, pero el problema no es ése, sino la actitud que se agazapa detrás de tan (aparentemente) insignificante gesto. Tirar una, dos, tres, cuatro, veinte, cien, quinientas carteritas exactamente en mi casa me daña a mí, pues ¿qué necesidad tengo yo de recoger la basura que no genero? ¿Por qué debo agacharme yo y no quien consume esas pastillas? Pero más allá de ese hecho individual, lo que veo y me aterroriza es que para el Señor X la basura es una entidad ajena a su persona, algo que no tiene nada qué ver con él, como si sólo fuera propietario del producto en sí y no del envase que lo contiene. Creo que se equivoca: cuando compró sus aspirinas, el Señor X también compró la basura que tal medicamento conlleva, así que no está en derecho de tirarla donde le apetezca, independientemente de que elija mi acera u otro sitio.
Lo terrible, en todo caso, más que la carterita de aspirinas, es la actitud. ¿Qué hará luego con el envase plástico de Coca-Cola? ¿Qué hará con todos los demás empaques de los productos que consume en la calle? Y voy más lejos: ¿cuántos miles, cuántos millones de Señores X deambulan por el globo? Por eso vivimos entre inmundicias: la basura es siempre de los otros, nunca asunto personal, algo que con módicas acciones deberíamos –podríamos– controlar.