jueves, marzo 29, 2007

Treinta años sin Walsh



















El poder expresivo de Borges, el mejor de todos entre todos, ha monopolizado el bien ganado prestigio de la literatura argentina. Junto a él, sólo Arlt, Cortázar y otros pocos: Sabato, Mujica Lainez, Piglia, Tomás Eloy Martínez, Guillermo Saccomanno. Hay además, a mi juicio, dos escritores argentinos fundamentales que en México son apenas conocidos: Oswaldo Soriano y Rodolfo Walsh. De Soriano, un genio rechoncho e imantado, me ocuparé en otro momento, porque aquí sólo quiero enfocar la figura volcánica del inmenso Walsh, escritor y periodista de una sola pieza que por ello, por su congruencia intelectual y política, murió el 25 de marzo de 1977, hoy hace treinta años.
Cualquier ficha biobibliográfica lo delinea más o menos así: “Rodolfo J. Walsh nació en 1927 en la localidad de Choele-Choel, provincia de Río Negro. Fue escritor, periodista, traductor y asesor de colecciones. Su obra recorre especialmente el género policial, periodístico y testimonial, con celebradas obras como Operación Masacre y Quién mató a Rosendo. Walsh es para muchos el paradigmático producto de una tensión resuelta: la establecida entre el intelectual y la política, la ficción y el compromiso revolucionario. El 25 de marzo de 1977 un pelotón especializado emboscó a Rodolfo Walsh en calles de Buenos Aires con el objetivo de aprehenderlo vivo. Walsh, militante revolucionario, se resistió, hirió y fue herido a su vez de muerte. Su cuerpo nunca apareció. El día anterior había escrito lo que sería su última palabra pública: la Carta abierta a la Junta Militar".
No tengo añales en convivencia con la obra de Walsh, sino apenas un lustro. Son, sin embargo, años decisivos en mi formación, y esto contradice a los que hablan sobre la imposibilidad de los aprendizajes tardíos. Lo primero que de él pude leer fue, en una antología de relato policial argentino, su cuento “La aventura de las pruebas de imprenta”, obrita maestra del género negro latinoamericano. Desde ese momento supe que estaba ante la presencia de un básico, de un escritor que se ubica varios peldaños más arriba del común. Lamentablemente, poco o nada pude conseguir de él en mi entorno libresco, así que en 2004, cuando por primera vez viajé a Buenos Aires, compré varios títulos de su producción, entre ellos su obra maestra, Operación Masacre (1957), “non-fiction novel” en la que Walsh inaugura en AL esa forma literaria que pocos años después, en el 66, haría célebre en EUA a Truman Capote con A sangre fría.
Han sido, para mí, libros enriquecedores, placenteros, difíciles, conmovedores, estimulantes todos los de Rodolfo Walsh. Todos: sus Variaciones en rojo, sus Cuentos para tahúres, El violento oficio de escribir, donde he leído la mejor crónica jamás escrita, “La isla de los resucitados”, joya del periodismo testimonial que narra la visita de Walsh al leprosario de la Isla del Cerrito (“El pabellón de imposibilitados [cuarenta hombres y mujeres] era realmente lo peor, la desgracia sin atenuantes, la carne del hombre so­metida a una lenta explosión, que arranca acá una mano y allá un pie y termina rodeándose de fealdad, ceguera, desesperanza, locura. Por más que uno haga, es difícil aceptar el mal gratuito en su formidable apari­ción. Uno se pregunta qué espíritu ordenador pudo planear ­­—permi­tir— una cosa como ésta”).
Durante la dictadura, Walsh dirigió a los milicos un documento señero de la valentía política: “Carta abierta a la Junta Militar”. El 25 de marzo del 77 lo atacaron y él se defendió con su modesta calibre 22; murió por los tiros recibidos. Los militares están hoy rodeados de ignominia; en cambio, maravillosamente, Walsh permanece, luce idéntico, vertical, de una sola pieza, como si fuera un chamaco. Convido a que lo leamos. Es uno de nuestros imprescindibles.